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by Elena Rando
Eran exactamente las seis y media de la mañana. Todos los
días me levantaba a las seis y media de la mañana, menos los viernes, sábados y
domingos. A las siete en punto empezaba un nuevo capítulo de Doctor Who, y yo
lo veía mientras desayunaba. La tostadora estaba rota y mis tostadas solían
quemarse, pero no me importaba, porque aunque estuviesen quemadas seguían
estando buenas. Y siempre les untaba mantequilla de oliva, de esa que tiene un
color más verdoso que la normal y está más buena. Todas las mañanas me pregunto
por qué a la gente le sigue gustando más la mantequilla antigua, tan áspera y
tan... amarilla.
Las horas de amanecer eran mis favoritas. Hay gente a la que irse a dormir no le asusta, porque consideran la cama un refugio ante todo lo que ocurre durante el día. Es como si el aire del resto del planeta fuese espeso, hecho de gelatina, y la cama fuese el único espacio donde se pudiese respirar con normalidad.
Yo
no formo parte de esa gente. Por la noche todo me preocupa, porque los
problemas se esconden en la oscuridad y me acechan. Aprovechan que no puedo
verlos con claridad, y juegan conmigo. Hacen que piense y piense sin parar en
el detalle más absurdo. La noche puede torturarme si se le antoja, pero hace
tiempo que sé como dominarla. Cuando me doy cuenta de que estoy meditando demasiado,
me detengo a mí misma, dejo la mente en blanco y consigo dormir.
Por
eso, me gustaba ver como la punzante desnudez de la noche dejaba pasar a los
primeros rayos tímidos de la mañana, como poco a poco el día empezaba a cobrar
sentido. En aquellas horas todo empezaba a moverse, y daba la sensación de que
la ciudad entera bostezaba al unísono antes de ceñirse a sus estrictas rutinas,
una vez más.
Justo a esa hora, mi compañero de piso, Benjamin, salía de la cama —o más bien se arrastraba fuera de ella— para ir a trabajar. Mi compañero era de las personas a las que el día les ahogaba, él amaba dormir. Nunca lo escuchaba salir de su dormitorio porque yo estaba pendiente de la televisión, pero siempre se hacía notar dejándose caer en el sofá, haciendo que los muelles emitiesen un crujido.
Benjamin se hacía llamar Benny, aunque protestaba diciendo que era un apodo tonto de peluche o de mascota. Era evidente que su nombre le gustaba en secreto, o al menos que estaba demasiado acostumbrado a él como para pedir que le llamasen de otra manera.
Justo a esa hora, mi compañero de piso, Benjamin, salía de la cama —o más bien se arrastraba fuera de ella— para ir a trabajar. Mi compañero era de las personas a las que el día les ahogaba, él amaba dormir. Nunca lo escuchaba salir de su dormitorio porque yo estaba pendiente de la televisión, pero siempre se hacía notar dejándose caer en el sofá, haciendo que los muelles emitiesen un crujido.
Benjamin se hacía llamar Benny, aunque protestaba diciendo que era un apodo tonto de peluche o de mascota. Era evidente que su nombre le gustaba en secreto, o al menos que estaba demasiado acostumbrado a él como para pedir que le llamasen de otra manera.
A
Benny no le gustaba madrugar. Siempre se ponía de mal humor, y refunfuñaba, y
decía más palabrotas de lo habitual. Él no era un hombre atractivo, pero había algo que le hacía agradable a la vista a pesar de ser pálido y lampiño. Su rostro estaba dibujado casi únicamente con líneas rectas; tanto su nariz como sus pómulos y su mandíbula eran totalmente angulares. Su boca, en cambio, era capaz de ser especialmente expresiva. Sus ojos eran grandes y saltones, color aceituna, y tenía el cabello oscuro y liso, pero recién
levantado siempre estaba alborotado. Él intentaba dominar su propio pelo con
movimientos torpes y somnolientos, y yo me reía. Parecía una ardilla mareada.
— Buenos días — le decía.
Y pocas
veces había una palabra como respuesta, normalmente se limitaba a gruñir.
Pero a
Benny le encantaba desayunar. Le encantaban todas las demás comidas del día,
que en su caso eran unas quince. Benny comía mucho, muchísimo, y no engordaba. No estaba ni
delgado ni gordo, sino que su apariencia externa permanecía heroicamente
indiferente a lo que se metiese en el estómago. Su metabolismo era un verdadero
misterio, y él no dudaba en aprovecharlo alimentándose de todo tipo de
porquería.
No obstante, todos descubrimos con ingrata sorpresa que una invulnerabilidad
superficial no conllevaba necesariamente a una interior. Benny estuvo enfermo
la primera semana de enero del 2006 por haber bebido una cantidad inhumana de
soda durante la víspera de Año Nuevo. Me acuerdo después de tantos años porque
fue horrible. Desde entonces, siempre que estuviese excediéndose le recordábamos lo que le pasó, pero no le importaba. Nunca jamás
he conocido a una persona más terca.
En
ocasiones venía a visitarme a la
biblioteca, donde trabajo, y yo le enseñaba libros sobre dinosaurios. Le
gustaban los dinosaurios. De hecho, es lo único de lo que podía leer sin quedarse
dormido o sin que le entrase dolor de cabeza. Benny también montaba maquetas, tenía
un montón de maquetas de robots. Y las pintaba. Y las trataba con cautela y suavidad, algo que era muy extraño en él.
También solía
quedarse hasta tarde delante del ordenador, y jugaba a juegos de rol. Todas las
primaveras, cuando la alergia me atacaba y me costaba tanto respirar que no
podía dormir, siempre me sentaba en el sofá con los ojos cerrados, y me dejaba
mecer por el mecánico sonido de su personaje en el juego conjurando maldiciones
y chillando. Un pequeño caos ficticio donde él se refugiaba, porque en el fondo,
muy en el fondo, había algo con lo que no era feliz. Había algo en su
personalidad simple y directa que se enredaba súbitamente, una espina clavada
en su infranqueable muro de satisfacción.
Benny era
vago, ordinario, desordenado, un hombre pueril y desaliñado a punto de cumplir
treinta años. Él era una persona natural y espontánea, quizá demasiado. Y se mostraba orgulloso ante su manera de actuar, pero, en
realidad, no siempre lo estaba. En ocasiones olvidaba que los demás sí tienen
miedo a hacer el ridículo, aunque él no lo tuviese. Estaba cansado de tener que
fingir ser otra persona para recibir cariño, porque decía que nadie iba a
quererle tal y como es.
Y tenía razón,
no creo que nadie le quisiese jamás tanto como yo le quise.
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Elena Rando Guerrero
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2 comentarios:
Otra cosa que me intriga: si la narradora dice que tenía razón en que nadie iba a quererle como es cómo es que ella lo quiere.
E intentaría explicar lo último, pero me tendría que meter de lleno en la historia y no es plan en un comentario. Quizás pongo más trozos.
Gracias por leer.
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